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  • Juan Carlos Vásquez

La voz de mamá


Apurándose con gritos corrían para abordar el tren A en dirección Down Town Brooklyn hacia el John FitzGerald Kennedy Airport. La soledad de la madrugada era apremiante. Darío, de vez en cuando, sacaba de su bolsillo una pequeña botella de vodka para beber y calentarse, Nadia a su lado se desentendía poniéndose otro abrigo más grande y bufanda. Después de recorrer más de tres mil cuatrocientos kilómetros para visitarlo y estar con él era la hora de partir. Cómo se divirtieron cada día en el barrio latino, caminando por Times Square, por el puente de Brooklyn, sentados mientras contemplaban a las embarcaciones desfilar por el río Hudson.


La temperatura había descendido y ella reflexionaba cuando chocaba con su aliento etílico, no ignoraba sus acciones, solo trataba de evitar hacer más juicios de valor sobre la actitud de su hijo.


—Funciona, Ma —repetía Dario, lleno de satisfacción al probar—, el frío no surte efecto si bebes —Y hubo un silencio raro en el que ella se quedó pensando.


«Tantos años sin verlo, parece ser el mismo; aunque voltea más violentamente hacia los lados, tiene el cabello largo, bebe y dice lo que piensa sin miedo a las consecuencias, no es justo, yo también lo haré». Antes de irse tenía que dejarle claro algunas cosas que no se atrevió a decirle en el pasado.


—Sabes… —refutó mirando hacia atrás.


La idea le vino en la oscuridad cuando el tren se detuvo entre dos estaciones. Quería que se protegiera, ella no había estado antes ni estaría ahora para hacerlo.


—Tu seguridad me preocupa, si no te cuidas nadie lo hará por ti. Te regalaré una pistola para tu cumpleaños.


Darío se sorprendió, no era el instante para hablar de aquello, pero ella no se dio cuenta de su rostro incómodo y prosiguió:


—La vida no es la misma si no hay respeto; diviértete, pero ten los ojos abiertos.


Darío intentó cambiar el tema.


—Háblame de papá… De niño le recuerdo cantando. Y hace tanto que no lo veo.


Ella sonrió sarcásticamente y le pidió un trago.


—Pero si tú no bebes.

—Hijos… Pobres hijos tanto crecen, tanto engaño y aún creen en sus padres. Era repugnante lo de tu padre.

—¿A qué te refieres? —pregunto Darío.

—Con el pasar de los años empezó a enfadarse por todo, pero yo no me quedaba atrás, le respondía incrustándole mis uñas en los ojos, te preguntarás ahora por su ceguera, hoy sabes que no fue el accidente que te contamos. Cuando tu padre se calmaba insistía en tener sexo para reconquistarme, además era un exhibicionista, pero de eso no quiero hablar.

—Pero, Mamá.

—Yo lo odié desde ahí —le aseveró con más firmeza—. Nunca odié tanto a alguien como lo odié a él. Pero te tenía a ti, y como sé del desajuste de los hijos de padres divorciados abandoné mis impulsos más lúgubres. Tenerte en familia fue una cruz. A veces te maldigo, pero en lo que te veo, viene todo ese sentimiento estúpido de madre que es inevitable y que no podría describir. Volver a dormir con ese tío, entre aquellas discusiones horrorosas. Como para que el tiempo pasase rápido, pero pasaba a cámara lenta. Y ahora verte así, convertido en todo un alcohólico, felicitaciones, heredaste todo de mi hermano, te hablo de Víctor, el que se disparó en la cara cuando se enteró de la cirrosis.


Darío sintió vergüenza, pero ella condescendiente con la lástima que le producía, quiso remediar contando algo. También tenía sus sentencias, unas más pequeñas, otras más grandes. En lo más profundo, sabía que no se diferenciaba mucho, su moral, aunque lo escondía estaba hecha trizas.


—No todo lo malo parte de tu padre y de ti —dijo—, llegué a fantasear con Mario, el vecino, aquel señor mayor de cuerpo escultural, atleta, canoso y de ojos claros. Una vez llegó a besarme, pero no a la cama. Ese día era sábado y tu padre venía temprano del trabajo. Aquella noche, después de llegar y dormirse, tuvo el siguiente sueño. Traía un regalo, una caja blanca con lazo rojo, al abrirlo saltó una serpiente y se le enredó en el cuello, matándolo. Al despertar fue lo primero que me contó, desde entonces tuve miedo de sus videncias y preferí olvidar el engaño con más rutinas; lavar ropa, cocinar, limpiar y cambiarte tus asquerosas ropas llenas de excrementos.


Darío se quedó pensativo, se dio cuenta de que el tiempo termina por mostrar los verdaderos hechos y trató de explicarle sus errores.


—Muchas veces fui fiel a tus recomendaciones, pero no siempre se cumple todo al pie de la letra. Yo, Ma, siempre supe que papá era un enfermo, pero me negué a aceptarlo.


Darío no sabía si las palabras desalentadas de su madre eran cinismo o si de verdad existía ahora un cambio profundo en sus interpretaciones. Toda su vida había tenido una madre moralista y llena de buenas costumbres ahora no reconocía en ella a esa mujer del pasado. Cambió de atuendo, de actitud en pocos momentos, o siempre había sido así y lo ocultaba.

El tren avanzaba, hacía pausas en cada estación, abría y cerraba las puertas, se llenaba y se quedaba vacío, él estaba inquieto. A su frente un hombre que leía muy concentrado un libro de poesía levantó la mirada, una mujer que discutía con otra en ruso miró su reloj con preocupación. Por el altavoz el conductor decía que se detendría entre las estaciones para evitar encontrarse con otro tren retardado. Una anciana hindú al oír la información dio un golpe en el asiento, pero en pocos minutos el tren se puso en movimiento. Ahora de expreso pasaba a local y de local a expreso «Please, be patient». Ya amanecía, la gente copaba los vagones, las ratas se ocultaban por los movimientos continuos del tren sobre los rieles dejándose ver parcialmente.


Darío no hallaba qué decir y experimentó el más fuerte de los resentimientos.


—Ma, ¿por qué no me dijiste lo que tenía que hacer y cómo hacerlo?

—Eras tan, pero tan tonto… ¿Tanto rodeo? ¿Quieres dinero?

—Todos queremos Madre —aclaró pensando que se lo daría, pero ella le propuso otra cosa.

—Prostitúyete, vende droga, búscate la vida, haz algo, si tanto te gusta la calle aprende a sobrevivir en ella. ¿Ves a ese hombre sentado al otro lado del vagón? El que lleva aretes y viste de rosa con zapatillas lilas.

—¡Si!

—Te está mirando, ve y ofrécele servicios por retribución monetaria, puede que te invite a ir con él. Yo te esperaré.



Mientras transcurrían los minutos hizo una retrospección de lo que habían sido sus viajes en el tren los días anteriores. Jóvenes hasta el Village, hombres de negocios rumbo al distrito financiero, minorías hasta Brooklyn, todos, entre predicadores, limosneros, vendedores.

Fuera, en las plataformas de espera, había músicos del subterráneo y hasta un mendigo que cobraba dos dólares por fotografiarse con los visitantes.

Mientras pensaba, él hizo exactamente lo que ella le indicó y regresó tan pronto como pudo desatándose de su angustiante prueba.


—¿Tienes dinero?

—Sí, tengo.

—No te preguntaré lo que tuviste que hacer para conseguirlo. Ves qué fácil y sin tener que rendirme cuentas —Pero él insistió en contarle.

—Al principio fue asqueroso, luego rápido y placentero… pero me sucede algo.

—¿Qué?

—Ma, son sólo choques de carácter físico. Pero también pagan por sinceridad emocional. Dice que nunca nadie fue tan claro y cortés, y me dio cien más.

—A veces pienso que si yo hubiese sido antes lo que hoy, tu espíritu fuera más vivo —arguyó ella—, pero mis reflexiones más profundas venían en la cocina y tú estabas llorando a mi alrededor. Qué soberana obstinación, y a cocinar, castigarte. Ahora siento que la vejez es dura, cuando no es una cosa es la otra. A veces leo un libro y no puedo concentrarme, he golpeado a tu sobrina con un palo, mi vida es básicamente luchar contra el nerviosismo para no matar a alguien.


Darío se dio cuenta del día cuando el tren salió a la superficie porque el resplandor lo cegó, había amanecido.


—Bebe —él le dijo—, aunque eres tan meticulosa, eres divertida, bebe, Ma.

—Supongo que después de tanto, es lógico, sin sucesos de trabajo y con tu padre ciego, no me moriría sin decirte lo que digo. Estoy más tranquila, más libre.

—Morirte, pero ¿qué dices? —ella no contestó. Le cansaban las preguntas estúpidas.


Se aproximaban al aeropuerto, un hombre de raza negra bailaba, había abordado en Nassau Station Brooklyn y no cesaba de moverse, de parlotear irreverencias con actitud agresiva. Nadia no se intimidaba, solo pensaba qué otra cosa recomendarle a Darío.


—Antes nos comunicábamos con miedo, ya no, eso me alegra. Quédate por estas calles, sé que no te matarán. Será la botella y esa está en cualquier parte. Al contrario de lo que piensas te iré a visitar al hospital y llevaré a tus amigos, menos a la mujercilla rubia aquella, con cuerpo de garza y que tantos dolores de cabeza me hizo pasar al inducirte tanto tiempo al vicio sexual. Me disculpo por eso de ponerme jerarquías, aunque soy una anciana tengo el alma de chica, me gusta el desmadre, el vicio, sólo que me canso con rapidez y me enervó… por eso paro.


Llegaron hasta la penúltima estación, se bajaron, hicieron transbordo para tomar el segundo tren hasta el Gate ocho. Afuera, el frío, la gente con maletas. Él arrastraba el equipaje con un nuevo ardor estomacal, ella temblaba por el frío. Los dolores se acrecentaban, las despedidas, quejas muy fuertes, inexactitudes, así eran los últimos días de otoño.


Nadia no reparó en gastos, vio a su hijo de arriba a abajo, le compró todo lo que deseaba y le quitó la sentencia. Ahora sería libre en su monosílabo, abrazándose mientras se despiden. El avión partió y alzó el vuelo hacia el sur del continente mientras que Darío tomó su ruta experimentando el silencio entre las multitudes. Los techos se llenaban de la nieve, que con rapidez empezaba a caer, las temperaturas se desplomaban. Visualizó Queens en todo su esplendor, mientras los rascacielos de Manhattan acrecentaban su tamaño al aproximarse. Aquel elemento óptico le dio la más clara certeza de la distancia. Mientras su madre se iba suspiró, volvía a jugarse la vida.


 

Juan Carlos Vásquez

Valencia, Venezuela.


Ha participado en volúmenes colectivos y antologías en México, Chile, Perú, Estados Unidos, y España. Formó parte del grupo cultural Spanic Attack (Nueva York, 2004). Es autor del libro de relatos Pedazos de familia (Ediciones Estival, 2000); Vulnerables (Amazon Media EU S.à r.l.. Versión Kindle. ASIN: B081TN5LDF. © HD Kaos. Seattle, Washington). Responsable de HD Kaos. Obtuvo distinciones en los Concursos de poesía pro lingüístico y multimedia Premio Nosside (Calabria, Italia), ediciones 2005 y 2006. Finalista del concurso de microrrelato «Guka» Buenos Aires, 2018. Ha colaborado en distintas publicaciones tanto impresas como virtuales: en las revistas The Barcelona Review, Babab, Canibaal, El coloquio de los perros. Fue seleccionado para formar parte de la Antología The World's Greatest Letters 2021. Bilingual Anthology English - Spanish. Vásquez se trasladó a la Florida en 1999. Desde entonces ha vivido San Francisco, Nueva York y otras ciudades de Estados Unidos y España. En la actualidad reside en Barcelona.


E-mail: jcvasquezf@gmail.com

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