El tiempo cae en forma de hojas secas poco a poco, sobre la mesa-escritorio de Amalia y ella se inclina apretándose las sienes, frente a la tarde que se va de viaje tras la valla del jardín.
Ha sepultado ayer el último recuerdo de ese amor que tanta ilusión le trajo y la dejó laxa en largas esperas de un arribo que nunca se dio. Porque él no lo quiso o quizá por aquella timidez muy propia, obligándola a esperar y nunca dar un paso hacia ese hombre que un día la miró tan hondo haciéndola crecer de golpe y dejar los restos de su adolescencia entre las muñecas arrimadas en estantes llenos de polvo y de olvido.
Quedó lejos esa historia y no se la podía revivir, porque nunca llegó a crecer.
Empezó sin estación ni siglo, o ella lo creyó así. Sin embargo, quedaron para siempre en su memoria las palabras que él le dijera un día de llovizna, palabras que le retumban ahora como campanitas rotas de cristal.
Los meses se acomodaron a los años y desapareció esa ciudad y dejó de verlo aunque fuera de soslayo y vinieron otras voces que sí supo escuchar hasta llegar a un presente sin excusas ni compañía. Solamente el silencio la guarda ahora en esa casa despeñada en buganvilias y soles que se quiebran sobre los montes.
Solamente yace sobre su perfil, aquél rostro que aún recuerda sin quererlo cuando las tardes se visten de naranja o la calle retuerce su regazo en la tristeza.
A veces, como al descuento, toma una taza de café, pero le sabe amargo. Ya no tiene esa tibieza de las charlas traviesas con las amigas o las risas profundas de antes de todos los viajes. Amalia se ha parado frente a los recuerdos y ha decidido como siempre lo hace pero esta vez, por última, romper la taza vacía y cerrar para siempre la alacena en donde guarda el café.
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