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  • María Luz Crevoisier

El gallo tuerto de la niña Martina


Marty era el diminutivo de una niña juninense muy traviesa, llamada Martina, que vivía en una casona de tres patios, sombreada con chachacomos y arrayanes, casi al borde de la Plaza Libertad, centro de todas las ocurrencias cívicas y fiestas religiosas de esta ciudad denominada con donosura “Heroica Villa de Junín.” Pues fue allí, a casi 4,105 msnm que se realizó el penúltimo enfrentamiento para consolidar la independencia americana, cuando los generales Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, derrotaron al ejército español a orillas del lago bautizado con el nombre de la bellísima villa cordillerana.

Marty no sabía absolutamente nada de Bolívar aunque lo escuchara nombrar en las tertulias familiares, en esas innumerables reuniones de su padre, el señor prefecto o durante los almuerzos con sus allegados y parientes. Para ella, niña de siete años, no había mayor diversión que juntar a las gallinas por las tardes junto a la abuela, a la hora que debían irse a dormir protegidas por un gallo tuerto, amo y señor del corral o echar maíz desgranado a los cerdos que se criaban en cualquier canchón vecino.

Otra de sus diversiones era recoger flores, muchos alhelíes, ilusión, delirio, pompos, cresta de gallo y depositarlos al pie de la Mamacha María, tan bonita toda ella, con su manto bordado y sus pendientes de purito oro y piedras preciosas, como comentaban las señoras de la parroquia.

Marty, vivía al desgano, un día jugando con piedritas recogidas en el Mirador, otros, con las muñecas, especialmente esa Barby, obsequio de la tía Estela en la última Navidad o visitando a la abuelita para rezar el santo Rosario, saborear el exquisito huallpa charpe que lo hacía tan bien y más tarde, cuando bajaba el frío, acostar a las gallinas, pero mirando de reojo al gallo tuerto para que no se fuera a aparecer y le diera un picotazo en los tobillos.

El tuerto, como lo conocían, perdió uno de los ojos por camorrero, pues no podía ver a la empleada sin dejar de saltarle a las piernas y hacerla huir con los picotazos, hasta que un día ella llevó un palo espinoso y ¡zás! se lo partió en la cabeza, arrancándole un ojo. El gallo, sobrevivió seguramente por los mimos de su harén gallinero pero quedó tuerto. Y no perdió la maña, trasladando las persecuciones y picotazos a Marty, quién siempre lograba huir de su atacante, riendo y gritando. Cierta tarde, en que se distrajo mirando a un famélico gato que se aposentó junto a las escaleras, no pudo eludir el ataque y cayó al suelo, siendo auxiliada por la abuela y la nana Isabel, quienes la trasladaron a la casa paterna, sangrando y media desmayada.

Marty, de alegre y riente se transformó en una niña sombría y desganada, motivo de la preocupación de la familia, porque además adelgazaba a ojos vistas. Su padre, el señor prefecto, llamó al curandero, pues en estos casos no sirve de nada la ciencia médica y él “sintió” que la niña moría y como receta dictaminó que llevara colgado en el cuello la cresta del gallo tuerto. A partir de entonces, el gallo mochado y tuerto perdió sus poderes agresivos y la niña Marty se curó del todo, volviendo a ser la niña traviesa que hacía rabiar de ternuras a la abuela, sonreír a su padre o alterar a la señorita Elvira, su maestra del segundo año, quien le hacía repetir cien veces como tarea: “No debo distraer a mis compañeras a la hora de clase”.


 

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